El jarro de La Zarza (1)

Jarro de La Zarza. Foto: Vicente Novillo.
El jarro de La Zarza, inicialmente conocido como jarro de Mérida, es un recipiente piriforme (en forma de pera) de bronce, cuyas dimensiones aproximadas son: 30 cm de altura, 12 cm de anchura máxima, casi un kilo y medio de peso y poco más de un litro de capacidad. En su morfología destaca la embocadura, en forma de cabeza de ciervo que, curiosamente, presenta embridado, como si de un caballo se tratara. La parte central del cuerpo se adorna con un baquetón, a lo que se suman dos palmetas (motivos vegetales en forma de flor) en ambos extremos del asa, que falta casi completamente. El deterioro más notable es, sin embargo, una rotura en la zona inferior del cuerpo que, a pesar de todo, tiene su lado positivo, pues ha permitido profundizar notablemente en el conocimiento de las técnicas de elaboración de este tipo de piezas arqueológicas.

Dónde se encontró y dónde está
El hallazgo del jarro se produjo de forma fortuita el 4 de abril de 1957, por unos labradores a las afueras de La Zarza. Dos días después, cuando la tierra que contenía su interior aún estaba húmeda, fue adquirido por Fernando Calzadilla Maestre, gran aficionado a la arqueología y alcalde de Badajoz entre 1941 y 1944. Éste, observando que faltaba el asa, insistió a los protagonistas del hallazgo para que intentaran encontrarla. Tras remover la tierra de la zona, lograron dar con el arranque superior del asa, un fragmento en forma de palmeta calada. En breve, el coleccionista dio noticias al arqueólogo Antonio García y Bellido, buen conocedor de la Mérida romana y fundador del Archivo Español de Arqueología, revista en la que ese mismo año publicó “El jarro ritual lusitano de la Colección Calzadilla”, donde por primera vez se describe la pieza, si bien el estado de conservación de la misma, recubierta de una “capa gris de limo muy fino casi convertido en piedra”, le impidió apreciar los detalles que más tarde se evidenciarían. En 1984 la colección Calzadilla (con 800 piezas, siendo el jarro de La Zarza una de las más destacadas) fue adquirida por el Estado y se depositó en el Museo Arqueológico de Badajoz. El jarro, inventariado con el número 12.125, quedó expuesto al público tras el oportuno proceso de limpieza y restauración, que permitiría a Javier Jiménez Ávila un estudio en profundidad, tanto de la decoración como del proceso de fabricación.

Cuándo y quién lo fabricó
En la Península Ibérica se conoce una veintena de jarros de bronce, hallados todos en el cuadrante Suroeste, que se adscriben al Período Orientalizante, una fase cultural que se desarrolla plenamente entre 700 y 550 a.C. y que se caracteriza por la presencia de objetos que imitan formas originarias del arte del Próximo Oriente, particularmente del fenicio. El jarro de La Zarza se data concretamente en el siglo VII a.C. En esta época el actual territorio extremeño formaba parte de la periferia cultural de Tartessos, cuyo centro se extendía por las actuales provincias de Cádiz, Sevilla y Huelva. Entre las aportaciones y cambios culturales del Período Orientalizante se encuentran la cerámica a torno, el trabajo del hierro, la cremación de los cadáveres, la escritura y la aparición de nuevos objetos suntuarios o rituales. Entre estos últimos destacan los jarros, “braseros” y timaterios (quemaperfumes) de bronce.

Detalle de la embocadura, en forma de cabeza de ciervo.
Foto: Vicente Novillo.

Aunque el patrón de ocupación del territorio del Bronce Final se mantuvo, el Orientalizante supuso un nuevo modelo que podemos calificar como preurbano, con poblados de trazados regulares y estructuras especializadas. En nuestra zona destacan como principales centros los poblados en alto de Alange y, principalmente, Medellín, que ejercían el control sobre los vados del Guadiana y explotaban el enorme potencial agrario de los terrenos aluviales. Otros núcleos de menor entidad y especialización agrícola se dispersaban en el paisaje, como los de Holgados (La Zarza) y El Palomar (Oliva de Mérida). Este último ocupaba una extensión de 4 hectáreas, presentando una compleja estructura urbana. Su cronología coincide con la producción del jarro de La Zarza e incluso durante su excavación en 1998 se localizaron restos de un taller de broncista. Sin embargo, no parece que se utilizara aquí la técnica de la cera perdida, método empleado para la elaboración de nuestro jarro. Estas huellas materiales delatan una complejidad social y económica que se corresponde con una mayor jerarquización social y la consolidación de unas élites “principescas”, capaces de concentrar y exhibir elementos de prestigio como los bronces. Aunque lo más probable es que estas producciones se deban a artesanos de origen fenicio asentados en Tartessos, tal vez los contactos establecidos con los talleres indígenas, como los de El Palomar, acabaran por transmitir tanto la técnica como las formas empleadas, generando una producción mixta o totalmente indígena, una de cuyas muestras más notables serían los jarros de cabeza de ciervo, que podrían representar un mito local.

Detalle de la palmeta inferior.
Foto: Vicente Novillo.

Cómo se fabricó
El jarro de La Zarza es un objeto de bronce, es decir, una aleación de cobre y estaño, si bien los bronces orientalizantes presentan también significativos porcentajes de plomo (bronce ternario), lo que mejora la calidad de las producciones. Javier Jiménez califica de “verdadero tratado de metalurgia antigua” al jarro de La Zarza, pues sus peculiares características y estado de conservación permiten reconstruir todo el proceso de elaboración. La técnica empleada fue la fundición a la cera perdida, que consiste en preparar un núcleo con material refractario sobre el que se moldea con cera el objeto que se pretende obtener. De nuevo se recubre todo con arcilla refractaria y se adopta la precaución de unir con clavos todas las secciones, así como dejar orificios de entrada y salida. Sometido el conjunto al fuego, la arcilla se endurece a la par que la cera derretida sale de la pieza. Finalmente se vierte el bronce en el interior, que ocupa el hueco dejado por la cera, y una vez enfriado se rompe y retira el molde.

Dibujo analítico del jarro.
Ilustración: Javier Jiménez.
El jarro de La Zarza fue fundido en una pieza única, excepto la base, añadida al final del proceso. No obstante, la primera fundición resultó imperfecta y la parte inferior del cuerpo debió ser reconstruida. Para ello, el artesano cortó oblicuamente la zona inferior del jarro y la sustituyó por una nueva pieza fundida que encajaba a la perfección. Las superficies de contacto fueron previamente biseladas y se taladraron pequeños agujeros coincidentes para unir ambas piezas con remaches, reforzando después esa parte con una nueva capa de bronce al interior. Todas estas tareas fueron posibles gracias a que la base sería colocada después. En la factura del jarro no se utilizó la soldadura, sino solo el remachado, ocultado minuciosamente mediante un trabajo en frío que lo hace casi imperceptible en el exterior de la pieza. Por lo tanto, el baquetón central es decorativo y no oculta soldadura ni remaches.

Dibujo analítico del jarro.
Ilustración: Javier Jiménez.

Para qué servía
La forma de los jarros orientalizantes corresponde a una vasija pensada para contener y verter líquidos, motivo por el cual presentan una sola asa y un estrecho cuello que dificulta el derrame accidental del contenido. Sin embargo, parece evidente que un jarro metálico, laboriosamente facturado y ricamente decorado, no debía destinarse a uso cotidiano ni doméstico. De hecho, aunque el jarro de La Zarza se encontró descontextualizado, es decir, sin conexión con otros elementos arqueológicos que pudieran contribuir a explicar el significado de la pieza, buena parte de los jarros orientalizantes conocidos en la Península Ibérica se asocian a enterramientos propios de las élites “principescas”, que adoptan rituales funerarios destinados a subrayar su estatus y remarcar las diferencias con el resto de la población. En estas tumbas, los jarros aparecen siempre junto a los denominados “braseros”, realmente recipientes tipo palangana. Es razonable interpretar este conjunto jarro-palangana como una unidad funcional para el lavado del cadáver, aunque solo fuera con carácter simbólico o ritual, siendo después depositados como elementos de prestigio en la tumba a modo de ajuar funerario.

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